El muchacho del reloj Casio

Tomé mi bolso y salí de la universidad dispuesta a viajar a casa de mis abuelos. La ciudad estaba en llamas. El sol parecía estar en su mejor momento. Miré de un lado a otro y no pude evitar suspirar al ver las colas en ambos sentidos. Subí la pasarela, y al bajar, la imagen que estaba ante mí no era diferente a otros días, pero no dejaba de desconcentrarme un poco.

Un niño llorando, las colas y el sonido de los pitos de los carros me desesperaban de tal manera, que olvidé por completo que existía algo llamado "tiempo". El calor derretía mis sentidos.
Con mi bolso de colores en la espalda y mis zapatos deportivos, me movía de un sitio a otro esperando que pasara un autobús vacío. La parada estaba desbordada. Y las esperanzas de irme pronto eran cada más lejanas. 

Entre las personas que estaban a mi alrededor, se encontraba un muchacho de baja estatura, moreno, flaco, que vestía una camisa holgada y calzaba unos zapatos que parecían ser tres tallas más grande a la adecuada. Mi atención se centró en las dos argollas que guindaban de sus orejas y en el enorme reloj marca Casio que tenía en la muñeca. Cruzamos un par de miradas, que definitivamente me intimidaron. 

Pasó un autobús de la ruta Intercomunal. Otro intento fallido para mí. Las personas parecían ir colgando de la puerta. Sin embargo, eso no limitó a varios muchachos a subir. "En el próximo me voy", pensé. Y el chico de las argollas seguía a mi lado, mirándome una y otra vez. 

Pasaron cinco minutos y comencé a sentirme inquieta. Hasta que rato después, llegó lo que tanto había esperado. Subí y me encontré con un autobús triste y viejo. Los asientos, rotos y sucios, me daban la bienvenida. El calor seguía ahí. Y un vallenato en el fondo, caracterizaba mi trayecto y lo hacía más pesado. El colector secaba su sudor con la mano izquierda, mientras que con la derecha, aguantaba el dinero. 

Tomé asiento al final del autobús, y para mi sorpresa, el muchacho del reloj Casio se sentó a mi lado. Pensé, pensé y pensé muchas cosas. Él no dejaba de mirarme. "Ten cuidado mija", me susurró un señor que estaba del otro lado. Esperé lo peor. No había pasado mucho rato, cuando decidí hacer algo que nunca había hecho. 

"¿Me puedes decir la hora?", pregunté. Y él, balbuceando, me respondió. Le sonreí como muestra de agradecimiento y noté que mi parada se acercaba. El miedo seguía conmigo, fiel compañero en los transportes venezolanos. Al bajarme del autobús, miré hacía atrás. El chico no se había bajado. Respiré profundo y seguí mi camino. 

Dejé que mis pensamientos se dejaran llevar por la realidad de un país inseguro y lleno de miedo. Me sentí mal por pensar algo que quizás hubiese pasado o quizás no. Y entendí que muchas veces, lo que uno espera no es, y lo que no esperas es lo que pasa. Lo que alguien viste, calza, o lo que lo envuelve no es la esencia. La apariencia es algo importante, pero muchas veces engaña.


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