El Tigre tiene hambre
Sin estar, estaba. Eran las 2:15pm cuando estaba acostada en mi cama, revisando mi cuenta de Twitter. Las colas que adornaban todo el país y la masacre de París no desaparecían de mi pantalla. El “tucutucu” de mi corazón era cada vez más rápido. No podía describir el sentimiento. Era la línea entre rabia y desesperación.
Mi abuelo llegó con un par de bolsas llenas de harina de maíz y mantequilla. Luego de tomar un vaso de agua, me relató la odisea que vivió para poder conseguir las mantequillas. La sensación de bienestar era cada vez más fugitiva. Las fotos en twitter seguían, y mi desasosiego también.
“Vamos a ver si conseguimos las medicinas”, dijo mi mamá, mientras peinaba su cabello. Mis dolores eran cada vez menos fuertes, así que me puse de pie y tomé un baño rápido. “A ver si las conseguimos”, refunfuñó mi mamá subiéndose al carro. Yo seguía leyendo las noticias.
Ya respiraba desesperación. Llegamos al comercio Malaver I, en San José de Guanipa(El Tigrito), y la lluvia de gente era una masa de quejas andante. Por suerte, conseguimos los medicamentos que necesitaba para las neuritis. “Vamos a ver que hay en aquellos chinos”, le dije a mi mamá, como quien no quiere la cosa. Al entrar, pudimos ver el peso del vacío. “No tenemos plata para comprar, pero qué vamos a comprar”, comentó una señora que miraba desconcertada aquellos pasillos. Los anaqueles estaban más escuálidos que cualquier político.
Antes de salir, luchamos con la muchedumbre que hacía colas para comprar papel higiénico. Los pasillos estaban rebasados de personas y desbordando miseria. “Esto se lo llevó quien lo trajo”, se escuchó desde la multitud. Primero, las personas salían con un paquete de 12 rollos. Luego, con rostros descontentos, salían con cuatro rollos individuales.
La felicidad de mi país parecía correr más rápido, prófuga de sus dueños, los venezolanos. En varios locales, se escuchaba comentarios sobre las situaciones irregulares ocurridas días atrás en las colas para comprar leche en Unicasa y Locatel de El Tigre. “Matándonos por la comida que no hay”, dijo una de las tantas mujeres que caminaba con pasos presurosos para comprar papel.
El tic tac marcaba las 6:20pm cuando llegamos a un abasto chino que estaba en la avenida principal. Aunque fue toda una aventura conseguir un puesto para el carro, lo logramos. Bajándonos, notamos que había una cantidad considerable de personas. El clima se vistió de drama. La brisa fría merodeaba la ciudad. Al entrar, notamos que la gente no parecía gente. El caminar de aquellas personas demostraba zozobra y agotaba nuestra calma.
“Agarra, agarra que esta vaina se acabará”, le dijo un señor a una mujer, que parecía su esposa, con diez latas de atún en los brazos. Mi mamá, que iba a agarrar un atún, tomó cuatro. Yo me preguntaba una y otra vez, cómo algo tan atroz podía ser la realidad de un pueblo adormecido. “Usted no va pa’ la calle. Déjese de eso”, me dijo mi mamá en plena cola, mientras yo le insistía. La señora que estaba delante soltó una risita minuciosa. “La cosa se va a poner fea”, comentó sin dudarlo.
Las personas entraban ansiosas, como quien busca un tesoro, y salían cargadas de comida que no saciaría su hambre de libertad. Camino a casa, asimilaba todas las escenas que había presenciado. Diferentes, pero iguales al final. Mirando nuevamente mi celular, comprendí que no sólo El Tigre tenía hambre, el país entero también batallaba por eso que siendo nuestro, estaba distante.
No era el país de las maravillas, porque no había una Alicia, y tampoco cosas dignas de admirar. Yo diría que era el país de la indolencia, lleno de interés abandonado. Terminará el día y la desdicha de la libertad marchita no mirará el color de tu camisa. Roja, azul, verde… no importa, el verdugo llamado hampa te perseguirá y las colas que tanto evitas, llegarán.
[No olvides pasar por mi twitter: @aliasNela, tengo un nuevo username]
Mi abuelo llegó con un par de bolsas llenas de harina de maíz y mantequilla. Luego de tomar un vaso de agua, me relató la odisea que vivió para poder conseguir las mantequillas. La sensación de bienestar era cada vez más fugitiva. Las fotos en twitter seguían, y mi desasosiego también.
“Vamos a ver si conseguimos las medicinas”, dijo mi mamá, mientras peinaba su cabello. Mis dolores eran cada vez menos fuertes, así que me puse de pie y tomé un baño rápido. “A ver si las conseguimos”, refunfuñó mi mamá subiéndose al carro. Yo seguía leyendo las noticias.
Ya respiraba desesperación. Llegamos al comercio Malaver I, en San José de Guanipa(El Tigrito), y la lluvia de gente era una masa de quejas andante. Por suerte, conseguimos los medicamentos que necesitaba para las neuritis. “Vamos a ver que hay en aquellos chinos”, le dije a mi mamá, como quien no quiere la cosa. Al entrar, pudimos ver el peso del vacío. “No tenemos plata para comprar, pero qué vamos a comprar”, comentó una señora que miraba desconcertada aquellos pasillos. Los anaqueles estaban más escuálidos que cualquier político.
Antes de salir, luchamos con la muchedumbre que hacía colas para comprar papel higiénico. Los pasillos estaban rebasados de personas y desbordando miseria. “Esto se lo llevó quien lo trajo”, se escuchó desde la multitud. Primero, las personas salían con un paquete de 12 rollos. Luego, con rostros descontentos, salían con cuatro rollos individuales.
La felicidad de mi país parecía correr más rápido, prófuga de sus dueños, los venezolanos. En varios locales, se escuchaba comentarios sobre las situaciones irregulares ocurridas días atrás en las colas para comprar leche en Unicasa y Locatel de El Tigre. “Matándonos por la comida que no hay”, dijo una de las tantas mujeres que caminaba con pasos presurosos para comprar papel.
El tic tac marcaba las 6:20pm cuando llegamos a un abasto chino que estaba en la avenida principal. Aunque fue toda una aventura conseguir un puesto para el carro, lo logramos. Bajándonos, notamos que había una cantidad considerable de personas. El clima se vistió de drama. La brisa fría merodeaba la ciudad. Al entrar, notamos que la gente no parecía gente. El caminar de aquellas personas demostraba zozobra y agotaba nuestra calma.
“Agarra, agarra que esta vaina se acabará”, le dijo un señor a una mujer, que parecía su esposa, con diez latas de atún en los brazos. Mi mamá, que iba a agarrar un atún, tomó cuatro. Yo me preguntaba una y otra vez, cómo algo tan atroz podía ser la realidad de un pueblo adormecido. “Usted no va pa’ la calle. Déjese de eso”, me dijo mi mamá en plena cola, mientras yo le insistía. La señora que estaba delante soltó una risita minuciosa. “La cosa se va a poner fea”, comentó sin dudarlo.
Las personas entraban ansiosas, como quien busca un tesoro, y salían cargadas de comida que no saciaría su hambre de libertad. Camino a casa, asimilaba todas las escenas que había presenciado. Diferentes, pero iguales al final. Mirando nuevamente mi celular, comprendí que no sólo El Tigre tenía hambre, el país entero también batallaba por eso que siendo nuestro, estaba distante.
No era el país de las maravillas, porque no había una Alicia, y tampoco cosas dignas de admirar. Yo diría que era el país de la indolencia, lleno de interés abandonado. Terminará el día y la desdicha de la libertad marchita no mirará el color de tu camisa. Roja, azul, verde… no importa, el verdugo llamado hampa te perseguirá y las colas que tanto evitas, llegarán.
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Resulta interesante. Poder digerir vivencias plasmadas en realidades.
ResponderEliminarLetras que en otras latitudes serian tomadas como surrealistas, logrando sumergirme a lugares en donde mi indiferencia opaca la grave realidad . apezar de rodar con frecuencia por la zona sur .
Automedicación en capsulada en una dosis de 600mg 200 de incertidumbre 150 mg de cola 250 de no hay. Sin dejar a un lado el conformismo compañero fiel de nuestros temores .ja.ja.ja posees un buen contenido en tu blog 100% realista …