Un viernes hecho en socialismo
Recuerdo que no tuve que laborar porque hubo algunas fallas eléctricas en el colegio. Mis compañeros de trabajo y yo lo sospechábamos desde el jueves en la mañana, pero fue casi al finalizar el día cuando la directora llamó al supervisor, y él, posteriormente, me envió un mensaje para confirmarlo.
Aunque la alarma no sonó, desperté tan temprano como siempre. Encendí la radio para escuchar el programa de César Miguel Rondón mientras hacía mi café mañanero. Tomé una ducha rápida. Luego, saqué unos deportivos y a la calle. Mi intención era salir a caminar y comprar algunas galletas en el Farmatodo que está a unas cuadras de mi residencia.
En la vía, me topé con la misma imagen de todos los días. No había cruzado la calle cuando ya podía visualizar a una cantidad considerable de personas sentadas en la acera de aquella calle agrietada.
“¡Me ganaste! Hoy llegaste primero que yo”, le dijo una señora, de 55 años aproximadamente, a otra que aparentaba la misma edad. El señor que vende el té de Flor de Jamaica bien frío, estaba predicando las palabras de su religión. Pero eso no parecía importarle a mucha gente. Poco a poco iba llegando Juanita, Luisita, Pedrito, y así hasta llenar todo el brocal izquierdo y parte del derecho de la calle.
Aquello era una ola de gente comentando lo mismo de todos los días. Para ellos, eso era normal. En sus responsabilidades estaba levantarse antes de que saliera el sol para hacer la cola, incluso llegar el día antes si era necesario.
“¿Y qué venderán hoy?”, se escuchó la voz desde una buseta vieja que iba pasando. La respuesta fue inmediata, "Yo no sé, pero algo bueno debe ser”.
Suspiros, quejas, emociones, sentimientos encontrados, el ambiente era indescriptible. Mientras unos se quejaban por la cola que tenían que hacer diariamente, algunos se quejaban porque eran las 8 am y el vigilante aún no se aparecía por ahí.
El ambiente cambió, y no precisamente para mejor, cuando un señor vestido de rojo, con un carnet que lo identificaba como trabajador de Abastos Bicentenario, posó su cara entre una de las rejillas y gritó “Hoy no se venderá nada”. La lluvia de palabras comenzó a caer. La cara de la señora que vendía empanadas demostraba angustia, y con un suspiro concluyó “Y ahora se va la gente que me compra”.
Había llegado a la esquina y todavía escuchaba lamentos. La cola que parecía infinita, se evaporó en cuestión de segundos. Cuando crucé, pude percibir la decepción de las personas que estaban por bajarse del autobús, pero evitaban la acción al ver a los demás retornando. En menos de cinco minutos, vislumbré la misma escena de todos los días. Y curiosamente, seguía sorprendiéndome.
Caminé tan rápido como pude. Sin embargo, no me salvé de los piropos de algún motorizado que subía la acera para evitar las colas.
Las puertas del local azul se apartaron con mi llegada. Giré la cabeza a la izquierda y lo primero que vi fue una cola mínima. “Seguro no hay nada”, pensé. Pero decidí aventurarme y recorrer los pasillos en busca de mis galletas.
Esa parte de la historia fue diferente a la anterior. Un hombre de baja estatura salió con una caja casi más grande que él. Franqueó la mirada por cada uno de los pasillos, y con su cara de preocupación, como quien espera un ataque zombie, lanzó el cajón al pisó y suspiró.
Una señora delgada, con un maquillaje bastante producido y unos jeans ajustados, me preguntó “¿Y tú no vas a ver qué tiene esa caja?”, pero antes de responderle, ya había llegado la gente a su meta, la famosa caja. El hombre de baja estatura lanzó un grito seco, casi olímpico “Son dos desodorantes por persona. No abusen”.
La cola mínima pasó a ser una cola gigante. Faltaba poco para pagar mis productos, un paquete de galletas y dos desodorantes. Desde donde estaba, podía visualizar la avalancha de gente llegando. Unos iban directo al punto, otros iban con sus móviles llamando algún primo, vecino o amigo, para avisarles del acontecimiento.
Esperando mi turno, una señora alta, delgada y de cabello oscuro, me contó su anécdota con la escasez de desodorante. “A veces, cuando no uso el de mi esposo, tengo que echarme limón con un poquito de bicarbonato y eso dura hasta dos días sin mal olor”, comentó levantando las cejas, dando por hecho que lo que estaba diciendo era lo más natural del mundo.
Cuando por fin llegó mi turno, el cajero, muy amable, me pidió la cédula y me dijo que no podía comprar más desodorantes por esa semana. Le devolví la sonrisa como un gesto de amabilidad, pero mi mente estaba explotando por los pensamientos más remotos que había tenido en mi vida.
Antes de irme, pasé la mirada por las colas, que habían disminuido un poco. En la salida, un niño le preguntaba a su mamá por qué se devolvían, si aún no habían entrado. La mamá, tomándolo de la mano, le dijo “Iremos a otro sitio a ver qué conseguimos. Aquí ya no hay desodorantes, ni jabón, ni champú. Es sólo otro viernes hecho en socialismo”.
Aunque la alarma no sonó, desperté tan temprano como siempre. Encendí la radio para escuchar el programa de César Miguel Rondón mientras hacía mi café mañanero. Tomé una ducha rápida. Luego, saqué unos deportivos y a la calle. Mi intención era salir a caminar y comprar algunas galletas en el Farmatodo que está a unas cuadras de mi residencia.
En la vía, me topé con la misma imagen de todos los días. No había cruzado la calle cuando ya podía visualizar a una cantidad considerable de personas sentadas en la acera de aquella calle agrietada.
“¡Me ganaste! Hoy llegaste primero que yo”, le dijo una señora, de 55 años aproximadamente, a otra que aparentaba la misma edad. El señor que vende el té de Flor de Jamaica bien frío, estaba predicando las palabras de su religión. Pero eso no parecía importarle a mucha gente. Poco a poco iba llegando Juanita, Luisita, Pedrito, y así hasta llenar todo el brocal izquierdo y parte del derecho de la calle.
Aquello era una ola de gente comentando lo mismo de todos los días. Para ellos, eso era normal. En sus responsabilidades estaba levantarse antes de que saliera el sol para hacer la cola, incluso llegar el día antes si era necesario.
“¿Y qué venderán hoy?”, se escuchó la voz desde una buseta vieja que iba pasando. La respuesta fue inmediata, "Yo no sé, pero algo bueno debe ser”.
Suspiros, quejas, emociones, sentimientos encontrados, el ambiente era indescriptible. Mientras unos se quejaban por la cola que tenían que hacer diariamente, algunos se quejaban porque eran las 8 am y el vigilante aún no se aparecía por ahí.
El ambiente cambió, y no precisamente para mejor, cuando un señor vestido de rojo, con un carnet que lo identificaba como trabajador de Abastos Bicentenario, posó su cara entre una de las rejillas y gritó “Hoy no se venderá nada”. La lluvia de palabras comenzó a caer. La cara de la señora que vendía empanadas demostraba angustia, y con un suspiro concluyó “Y ahora se va la gente que me compra”.
Había llegado a la esquina y todavía escuchaba lamentos. La cola que parecía infinita, se evaporó en cuestión de segundos. Cuando crucé, pude percibir la decepción de las personas que estaban por bajarse del autobús, pero evitaban la acción al ver a los demás retornando. En menos de cinco minutos, vislumbré la misma escena de todos los días. Y curiosamente, seguía sorprendiéndome.
Caminé tan rápido como pude. Sin embargo, no me salvé de los piropos de algún motorizado que subía la acera para evitar las colas.
Las puertas del local azul se apartaron con mi llegada. Giré la cabeza a la izquierda y lo primero que vi fue una cola mínima. “Seguro no hay nada”, pensé. Pero decidí aventurarme y recorrer los pasillos en busca de mis galletas.
Esa parte de la historia fue diferente a la anterior. Un hombre de baja estatura salió con una caja casi más grande que él. Franqueó la mirada por cada uno de los pasillos, y con su cara de preocupación, como quien espera un ataque zombie, lanzó el cajón al pisó y suspiró.
Una señora delgada, con un maquillaje bastante producido y unos jeans ajustados, me preguntó “¿Y tú no vas a ver qué tiene esa caja?”, pero antes de responderle, ya había llegado la gente a su meta, la famosa caja. El hombre de baja estatura lanzó un grito seco, casi olímpico “Son dos desodorantes por persona. No abusen”.
La cola mínima pasó a ser una cola gigante. Faltaba poco para pagar mis productos, un paquete de galletas y dos desodorantes. Desde donde estaba, podía visualizar la avalancha de gente llegando. Unos iban directo al punto, otros iban con sus móviles llamando algún primo, vecino o amigo, para avisarles del acontecimiento.
Esperando mi turno, una señora alta, delgada y de cabello oscuro, me contó su anécdota con la escasez de desodorante. “A veces, cuando no uso el de mi esposo, tengo que echarme limón con un poquito de bicarbonato y eso dura hasta dos días sin mal olor”, comentó levantando las cejas, dando por hecho que lo que estaba diciendo era lo más natural del mundo.
Cuando por fin llegó mi turno, el cajero, muy amable, me pidió la cédula y me dijo que no podía comprar más desodorantes por esa semana. Le devolví la sonrisa como un gesto de amabilidad, pero mi mente estaba explotando por los pensamientos más remotos que había tenido en mi vida.
Antes de irme, pasé la mirada por las colas, que habían disminuido un poco. En la salida, un niño le preguntaba a su mamá por qué se devolvían, si aún no habían entrado. La mamá, tomándolo de la mano, le dijo “Iremos a otro sitio a ver qué conseguimos. Aquí ya no hay desodorantes, ni jabón, ni champú. Es sólo otro viernes hecho en socialismo”.
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