La verdadera historia de la muerte
La alarma sonó a las 5:30am como estaba programada. Después de unos cuantos bostezos, pude levantarme de la cama. Tomé un baño rápido, cepillé mis dientes y me vestí con la ropa más cómoda que tenía. Yo sabía que mi mañana sería diferente, pero no sabía cuánto. A las 6:09am, recibí la llamada de una amiga que iba conmigo a la morgue del hospital Luis Razetti de Barcelona, para realizar una actividad académica.
El reloj marcaba las 6:34am. Cerrando la puerta del carro, noté que la aventura ya había comenzado. "Hoy tienen pa' llenarse", dijo el vigilante que nos miraba de pies a cabeza. No había cruzado la calle cuando escuché que habían ingresado dos cadáveres más por armas de fuego.
Los pasantes salían y entraban con toda serenidad, diciendo algún chiste entre ellos y comiendo. El ambiente era diferente del otro lado. Los rostros angustiados hacían presencia en los banquitos donde esperaban los familiares o conocidos de los difuntos. El ronroneo de las motos no cesaba. Y muchas siluetas eran visibles desde las ventanas de las habitaciones del recinto.
Detrás de unas rejas amarillentas y sucias, el técnico Luis Fernández hacía varias llamadas telefónicas. "Ahorita los choros andan buscando sus aguinaldos", comentó sin mirarme, manteniendo los ojos clavados en la pantalla y los dedos bailando entre las teclas. Salía y entraba una y otra vez, sin parecer desesperado.
A las 6:45am, la escasa tranquilidad que había se perdió entre el bullicio y la avalancha de gente que corría porque había llegado una emergencia. "¡Epa! Vengan a tomar notas", gritó el técnico. Una camioneta Mazda blanca, placa A27CP6A, traía en la parte trasera a Avelimín Guarín, de 30 años. Con la mitad del cuerpo ensangrentado y la respiración poco perceptible, le susurraba unas palabras al policía que lo ayudaba.
"Aquí no hay camillas ni nada", dijo una señora, dejando escapar un suspiro seco al ver a tres funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana cargando al herido y llevándolo hasta la sala de emergencias. El resultado fue inmediato. Cuando la camioneta blanca salió del lugar, la avalancha de gente pasó a ser una lluvia dispersa por todo el hospital.
A las 7:10am, los sollozos de la sala de emergencia estaban acompañados por una canción de Ricardo Montaner. Sin ánimos de bajarle volumen al radio, el funcionario policial David Parejo me mostró el libro donde llevaban el registro de los ingresados. Tres minutos más tarde, recibió una llamada de su superior, que lo obligó a bajar el volumen de la música. Le informó detalladamente todos los acontecimientos de la mañana.
Pasos acelerados, rostros cubiertos de lágrimas, abrazos de consuelos y unos cuantos evangélicos predicando la palabra de su religión, así pasaba la mañana afuera del hospital Razetti. "¿Y el muerto del tiro en la cabeza ya está listo?", preguntó el técnico con la mirada fija en el celular que parecía ser su amigo inseparable.
"No te doy un abrazo porque estás hediondo a muerto", le dijo, entre risas y expulsando el humo del cigarrillo que tenía en la mano, una funcionaria policial a un hombre que estaba sentado en la escaleras. El ambiente no estaba menos tenso, pero no había otra eventualidad. Los mismos rostros, el técnico escribiendo un mensaje y los pasantes subiendo al primer piso.
Por cada motorizado que se iba, llegaban dos más. Los llantos, abrazos y suspiros no cesaban. "Los familiares del bebé", gritaron desde las rejas sucias de la entrada. Un señor que vestía una camisa azul, cruzó la puerta y salió con una pequeña urna entre sus brazos. "Ese fue el bebecito que no tenía esófago", comentó una de las mujeres que estaban sentadas esperando.
Manuel Brito, cercano de un difunto, permanecía sentado en los banquitos desde muy temprano. Estaba calmado, sosegado. A las 8:20am, me comentó que la noche anterior recibió la noticia del asesinato de su vecino, y desde ese momento estaba esperando que los familiares se comunicaran. "Estamos como ustedes, esperando información", expresó sin perder la calma.
La minúscula quietud que había se perdió a las 8:31am. "Vamos a ver qué llegó ahora", gritó un señor que corría a la sala de emergencias. Una camioneta de Saludanz, modelo Pick Up, placa 26UABL, traía a un hombre lastimado. El proceso fue similar al anterior. Tres guardias cargaron al herido hasta la entrada. "Ese fue el que chocó la moto con un carro accidentado", murmuraban entre la multitud.
En menos de un minuto, llegó un carro Chevrolet de placa BAX805, con una señora desmayada en el asiento trasero. Del vehículo, bajaron tres personas más, el conductor, el copiloto y una mujer embarazada. Los dos hombres intentaron cargar la señora que iba quejándose entre llantos, pero no pudieron. Mirando al policía que estaba en la entrada, como quien espera ayuda, sólo recibieron una orden. "Es por ahí. Sigan", les dijo el funcionario señalando la entrada y mirando al vacío, evitando cruzar miradas.
Finalmente, la muchacha embarazada optó por ayudar a levantar a la señora. La expresión de los espectadores era una mezcla de asombro y repulsión. "Y ese policía qué hace", dijo una de las presentes. Igual que en los otros acontecimientos, la gente se evaporó con la entrada de los aquejados al área de emergencias.
A las 8:45am, me permitieron pasar a la morgue, específicamente al cuarto donde estaban los cadáveres. En el piso, estaban tres cuerpos cubiertos con sábanas. En un cuarto diferente, más pequeño, estaban otros tres totalmente descubiertos. Uno de ellos con una herida en el cráneo completamente visible. La funcionaria de la Guardia Nacional Bolivariana que estaba de turno, con toda la naturalidad del mundo, explicó que los tres fueron asesinados con armas de fuego, y no estaban cubiertos porque los familiares no habían llevado las sábanas.
Cinco minutos más tarde, estaba decidida a marcharme. De pronto, escuché una caminata apresurada, seguida de un llanto. "Llegaron los familiares del chamo de El Viñedo", comentó un hombre desde un banco. La cara de Manuel Brito ya no demostraba calma, demostraba tristeza y dolor al ver llegar a los familiares de su vecino.
Luego de un suspiro, di media vuelta y caminé hasta el carro. No sin antes visualizar las dos puertas que parecían tragarse la felicidad de las personas. Una enorme, con vidrios transparentes, que dejaba un mínimo lugar a la esperanza. Y otra de rejas viejas y amarillas, donde ponían etiquetas para finalizar una historia.
El reloj marcaba las 6:34am. Cerrando la puerta del carro, noté que la aventura ya había comenzado. "Hoy tienen pa' llenarse", dijo el vigilante que nos miraba de pies a cabeza. No había cruzado la calle cuando escuché que habían ingresado dos cadáveres más por armas de fuego.
Los pasantes salían y entraban con toda serenidad, diciendo algún chiste entre ellos y comiendo. El ambiente era diferente del otro lado. Los rostros angustiados hacían presencia en los banquitos donde esperaban los familiares o conocidos de los difuntos. El ronroneo de las motos no cesaba. Y muchas siluetas eran visibles desde las ventanas de las habitaciones del recinto.
Detrás de unas rejas amarillentas y sucias, el técnico Luis Fernández hacía varias llamadas telefónicas. "Ahorita los choros andan buscando sus aguinaldos", comentó sin mirarme, manteniendo los ojos clavados en la pantalla y los dedos bailando entre las teclas. Salía y entraba una y otra vez, sin parecer desesperado.
A las 6:45am, la escasa tranquilidad que había se perdió entre el bullicio y la avalancha de gente que corría porque había llegado una emergencia. "¡Epa! Vengan a tomar notas", gritó el técnico. Una camioneta Mazda blanca, placa A27CP6A, traía en la parte trasera a Avelimín Guarín, de 30 años. Con la mitad del cuerpo ensangrentado y la respiración poco perceptible, le susurraba unas palabras al policía que lo ayudaba.
"Aquí no hay camillas ni nada", dijo una señora, dejando escapar un suspiro seco al ver a tres funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana cargando al herido y llevándolo hasta la sala de emergencias. El resultado fue inmediato. Cuando la camioneta blanca salió del lugar, la avalancha de gente pasó a ser una lluvia dispersa por todo el hospital.
A las 7:10am, los sollozos de la sala de emergencia estaban acompañados por una canción de Ricardo Montaner. Sin ánimos de bajarle volumen al radio, el funcionario policial David Parejo me mostró el libro donde llevaban el registro de los ingresados. Tres minutos más tarde, recibió una llamada de su superior, que lo obligó a bajar el volumen de la música. Le informó detalladamente todos los acontecimientos de la mañana.
Pasos acelerados, rostros cubiertos de lágrimas, abrazos de consuelos y unos cuantos evangélicos predicando la palabra de su religión, así pasaba la mañana afuera del hospital Razetti. "¿Y el muerto del tiro en la cabeza ya está listo?", preguntó el técnico con la mirada fija en el celular que parecía ser su amigo inseparable.
"No te doy un abrazo porque estás hediondo a muerto", le dijo, entre risas y expulsando el humo del cigarrillo que tenía en la mano, una funcionaria policial a un hombre que estaba sentado en la escaleras. El ambiente no estaba menos tenso, pero no había otra eventualidad. Los mismos rostros, el técnico escribiendo un mensaje y los pasantes subiendo al primer piso.
Por cada motorizado que se iba, llegaban dos más. Los llantos, abrazos y suspiros no cesaban. "Los familiares del bebé", gritaron desde las rejas sucias de la entrada. Un señor que vestía una camisa azul, cruzó la puerta y salió con una pequeña urna entre sus brazos. "Ese fue el bebecito que no tenía esófago", comentó una de las mujeres que estaban sentadas esperando.
Manuel Brito, cercano de un difunto, permanecía sentado en los banquitos desde muy temprano. Estaba calmado, sosegado. A las 8:20am, me comentó que la noche anterior recibió la noticia del asesinato de su vecino, y desde ese momento estaba esperando que los familiares se comunicaran. "Estamos como ustedes, esperando información", expresó sin perder la calma.
La minúscula quietud que había se perdió a las 8:31am. "Vamos a ver qué llegó ahora", gritó un señor que corría a la sala de emergencias. Una camioneta de Saludanz, modelo Pick Up, placa 26UABL, traía a un hombre lastimado. El proceso fue similar al anterior. Tres guardias cargaron al herido hasta la entrada. "Ese fue el que chocó la moto con un carro accidentado", murmuraban entre la multitud.
En menos de un minuto, llegó un carro Chevrolet de placa BAX805, con una señora desmayada en el asiento trasero. Del vehículo, bajaron tres personas más, el conductor, el copiloto y una mujer embarazada. Los dos hombres intentaron cargar la señora que iba quejándose entre llantos, pero no pudieron. Mirando al policía que estaba en la entrada, como quien espera ayuda, sólo recibieron una orden. "Es por ahí. Sigan", les dijo el funcionario señalando la entrada y mirando al vacío, evitando cruzar miradas.
Finalmente, la muchacha embarazada optó por ayudar a levantar a la señora. La expresión de los espectadores era una mezcla de asombro y repulsión. "Y ese policía qué hace", dijo una de las presentes. Igual que en los otros acontecimientos, la gente se evaporó con la entrada de los aquejados al área de emergencias.
A las 8:45am, me permitieron pasar a la morgue, específicamente al cuarto donde estaban los cadáveres. En el piso, estaban tres cuerpos cubiertos con sábanas. En un cuarto diferente, más pequeño, estaban otros tres totalmente descubiertos. Uno de ellos con una herida en el cráneo completamente visible. La funcionaria de la Guardia Nacional Bolivariana que estaba de turno, con toda la naturalidad del mundo, explicó que los tres fueron asesinados con armas de fuego, y no estaban cubiertos porque los familiares no habían llevado las sábanas.
Cinco minutos más tarde, estaba decidida a marcharme. De pronto, escuché una caminata apresurada, seguida de un llanto. "Llegaron los familiares del chamo de El Viñedo", comentó un hombre desde un banco. La cara de Manuel Brito ya no demostraba calma, demostraba tristeza y dolor al ver llegar a los familiares de su vecino.
Luego de un suspiro, di media vuelta y caminé hasta el carro. No sin antes visualizar las dos puertas que parecían tragarse la felicidad de las personas. Una enorme, con vidrios transparentes, que dejaba un mínimo lugar a la esperanza. Y otra de rejas viejas y amarillas, donde ponían etiquetas para finalizar una historia.
Instalaciones del hospital Luis Razetti de Barcelona |
Buenas noches, leí ambas crónicas y es triste aceptar que esa es la realidad que estamos viviendo en nuetra Venezuela... éxitos, sigue así.
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